Esta
historia trata sobre los tiempos antiguos, tiempos en los que los mushi eran
considerados criaturas mágicas y los que los veían, como locos o
chamanes.
La
gente, primitiva, no comprendía a estas criaturas, y les temían,
considerándolos poco menos que deidades.
Sin
embargo un día nacieron dos personas con un poder sin igual, nacieron un hombre
y una mujer cuya sabiduría y habilidad les hicieron destacar pronto entre sus
semejantes. Sus nombres eran Izanagi e Izanami, o al menos así han pasado a la
historia.
Su
saber era inigualable, y su manejo de los mushi espectacular. Fueron
prácticamente los creadores del oficio de Mushishi al considerar que estas
criaturas necesitaban una persona específica para mediar con los humanos y
guardar un equilibrio. Pero eso fue antes… Antes del desastre.
Como
debe ocurrir en estos casos, Izanagi e Izanami acabaron encontrándose, y
pasaron a formar el matrimonio más sabio de los que poblaban Japón. Se decía
que poseían una herramienta sobrenatural, hecha de un material especial, que
les permitía interactuar con las corrientes de luz y que gracias a sus
habilidades sobrenaturales podía crear nuevos Mushi. No ha perdurado hasta
nuestros días más que el nombre de tan legendaria herramienta: Ame no Nuboko,
la lanza celestial.
Según
pasaban los días sus conocimientos y su prestigio iba aumentando. Conocidos en
todo Japón, los cada vez más numerosos Mushishi acudían a ellos en busca de
consejo y ayuda.
Hasta
que ocurrió aquello. El día era soleado, pero eso a Izanami no le importó ya
que estaba en la inmensa biblioteca, manejando un nuevo mushi que debería poder
proporcionar calor a las zonas frías del Norte de Japón, al que llamó
Kagutsuchi. Pero, a pesar de toda su sabiduría y habilidad, a fin de cuentas
Izanami no era más que una mujer humana, y todas las mujeres humanas están
doblegadas, una vez al mes, por sus propios cuerpos.
Y
entonces Izanami cometió un error. Y Kagutsuchi se descontroló.
Las
llamas cubrieron la biblioteca. Izanagi, que en ese momento se encontraba
trabajando en el campo con otros hombres, vio el humo, y, adivinando lo que
había pasado, corrió a la biblioteca. Pero era demasiado tarde. Izanami, aún
viva, se cubría la cara con las manos, su error fatal le había valido unas
horribles cicatrices y quemaduras que nunca podría quitar. Cada persona que la
mirase a la cara recordaría el error que cometió.
Sin
dejar que nadie la viese, Izanami se colocó un velo e, incapaz de seguir con su
labor al lado de Izanagi, ingresó en una orden monástica, tratando de aislarse
de un mundo que le recordaba su fealdad cada vez que la mirara, recordándole su
error.
Izanagi,
furioso por lo que había pasado, tomó a Kagutsuchi y lo lanzó hacia el norte,
dispersándolo y ocultándolo bajo tierra para que nunca volviese a hacer daño a
nadie. Muchos años más tarde los humanos descubrieron esa fuente de calor, con
el agua, y se apresuraron a aprovecharla en forma de baños termales.
Izanagi,
consternado por la decisión de su esposa, fue a verla, rogándole que volviera
con él, diciéndole que sus cicatrices no podían ser tan malas.
Tras
mucho insistir, Izanami asintió a regañadientes, haciéndole prometer, sin
embargo, que jamás intentaría verle la cara bajo ninguna circunstancia.
Durante
una temporada, ambos fueron felices así, pero sin embargo, Izanagi no podía
evitar sentir una malsana curiosidad hacia lo que hubiera bajo aquel velo. Y un
día, sucedió lo que no tenía que suceder. Comido por la curiosidad, Izanagi
alzó el velo mientras ella dormía. Pero sí era tan terrible como su esposa decía,
y la impresión que se llevó al verla la despertó.
Izanami
montó en cólera, y mientras Izanagi huía de la casa que ambos compartían ella
tomó a Ame no Nuboko y, ciega de furia y de odio, creó al mushi definitivo, un
mushi que devoraría la tierra sepultándola bajo un manto de cenizas, que
convertiría todo Japón en un horrible erial para que, al mirarla, los japoneses
no viesen a un ser deforme y quemado, sino a un reflejo de su propia miseria.
Las
nubes taparon el sol, y la noche se apropió de los caminos. Miles de millones
de personas murieron acosadas por los mushi, que se descontrolaban, y éstos a
su vez eran devorados por el mushi definitivo, un mushi con forma de una oscura
e inmensa nube, con ocho cabezas para las ocho islas de Japón.
Sin
embargo, Izanagi, más diestro que ella en el arte de los Mushi, tomó su cuerpo
y se sacrificó bajo la promesa de que, mientras su legado continuase
existiendo, la tierra por la que ambos habían luchado nunca perdería la
esperanza ni se convertiría en un erial.
Izanagi
tomó su ojo derecho, y lo convirtió en un mushi ardiente, un mushi que tomaría
la forma del sol y que, aunque no permitiría que nadie se acercase bajo riesgo
de consumirlo, sustituyó al sol bajo la nube oscura y permitió que las plantas
y los animales siguiesen viviendo, previniendo la destrucción física de la
naturaleza de las islas. Amaterasuu.
Después,
tomó su ojo izquierdo, y lo convirtió en un mushi frío, un mushi lunar que,
cuando Amaterasuu descansase, iluminaría la tierra con una luz pálida y fría
que sin embargo alimentase las almas de los habitantes de Japón y de los mushi,
previniendo la destrucción de la cultura y el arte de las islas. Le dio de
nombre Tsukiyomi.
Por
último, y con sus últimas fuerzas, tomó su nariz y con ella hizo al que sería
considerado al salvador de las islas, al que resultaría vencedor contra la
lucha del mushi oscuro. Susanoo, el mushi de las tormentas, sopló y sopló
provocando huracanes en su lucha contra el mushi oscuro, hasta que el sol
volviera a brillar sobre la tierra.
Izanagi
había muerto, sí, pero había derrotado a su furiosa esposa. Ésta, aún ofendida,
estuvo a punto de continuar con su espiral de destrucción, pero viendo todo el
daño que había causado, los dioses decidieron que ya era hora de detener la
batalla y que cada uno recibiese el castigo que merecía. Y así, crearon un
mushi inmenso, que, en su tarea celestial, castigaría a los mushishi que
violasen las reglas y, como Izanami, cruzasen la línea. Y así es como, el
Kuchinawa, borró a Izanami e Izanagi de la faz de la tierra y del recuerdo de
sus habitantes.
Sin
embargo, sus hazañas y su historia perduró en el imaginario de los habitantes
de aquellas islas y ha llegado hasta nosotros con los tintes con los que la
conocéis.
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