Y entonces fue cuando los vio. Amarillos, cortados por una única línea que la miraba fijamente, los ojos se abrieron entre las sombras. Iluminándose como tétricas luciérnagas. Retrocedió, su piel morena empalideció mientras caminaba hacia atrás. Pero en un sitio como aquél no había escapatoria posible. La joven, aterrada, dio con su espalda en un árbol seco, y no tuvo más remedio que aceptar lo que estaba viendo. Los ojos, sonriendo maliciosos, salieron a la luz de la luna. Monstruos retorcidos, cuya apariencia entraba de lleno en su imaginación aún infantil y hacía resonar viejos terrores, avanzaron entre la hojarasca con sus patas deformes, rodeándola. Monstruos de pesadilla, sus dientes brillantes como el acero contrastaban con sus ojos amarillos. Sus labios deformes se abrían mostrando las preciosas dentaduras que parecían buscar su joven y morena carne, y pronto, se dio cuenta de que ella sería la cena. Según se iban acercando, miró en derredor, intentando encontrar algún atisbo de salvación.
Y salió corriendo.
Sus pies descalzos se hundían en la tierra y sus piernas se herían con las ramitas que golpeaban. Pero ella no sentía nada de eso. Los sentía. Los sentía perseguirla. Aterradoras criaturas de la noche.
Hambrientas criaturas de la noche.
Ella trató de darles esquinazo, sin embargo en la oscuridad de la noche, tan solo iluminada por la luna, todas las sombras parecían tener ojos y todos los árboles parecían ser iguales.
Pero siguió corriendo.
Los jadeos de los demonios, salivando de la emoción, ya se podían oír tras ella, sus patas deformes golpeando el suelo.
Cansada y herida, la joven llegó a un callejón sin salida. Una roca gigantesca le tapaba el camino. La tierra se hacía montaña en el peor lugar posible. Y ella estaba acorralada. Escapar era inútil.
Como si fuera una cría de león en un cementerio de elefantes depredada por las hienas, la joven morena miró a su alrededor.
Los depredadores habían llegado. Con gruñidos bajos, disfrutaban del momento. Salivando. Observándola consumirse de terror.
Iba a morir.
¿Sabes esos momentos en la vida en los que todo te sale mal y no sabes qué hacer para salir de allí? ¿Esos momentos en los que necesitas un ángel que te saque del Pantano de la Tristeza?
Pues ese, era un buen momento para que hiciera su aparición.
Los demonios, hambrientos, no se hicieron de rogar, y, con un rugido, se lanzaron a por su presa.
La mesa estaba servida.
La suerte estaba echada.
Y entonces fue cuando lo oyó.
Viento revolviéndole el negro cabello.
Y el grito emocionado que tantas veces había oído.
Una figura más bien corpulenta se encontraba de espaldas a ella. Una figura que conocía muy bien, con una patada voladora, acababa de derribar al demonio. Y, con un gesto de determinación, le sacó el pulgar con la pose del tipo guay.
Observó que llevaba algunas cosas en el brazo, y antes de que los demonios se pudieran recuperar, las utilizó. El traje, la máscara, la capa... Cuando quisieron lanzarse de nuevo a por ellos, el enmascarado estaba repartiendo al ritmo de una música ciertamente ridícula que no pudo hacerla por más de sonreír.
Cuando el último demonio golpeó con su feo cráneo el suelo, el extraño le hizo de nuevo la pose, y, sin decir una palabra, acabó con el demonio que a duras penas, intentaba atacarle por detrás.
Una vez vencido el problema, con insultante facilidad y aquella ridícula musiquita salida de una serie Super Sentai, el enmascarado volvió a lanzarse hacia el peñasco de donde había salido, desde donde le iluminó una luz cenital bañando su silueta de blanco, y provocando el ondear de su capa mientras ella aplaudía animada.
Los fuegos artificiales tras él hicieron el resto. Allí estaba, su ángel de la guarda, el caballero de la justicia. Listo para acabar con los malos en cualquier momento y en cualquier lugar.
- Oye, oye, que ya has abierto los ojos, que te he visto. ¡No me voy a creer que estés dormida! La musiquita volvía a empezar, proveniente de un pequeño altavoz conectado a su despertador. La pequeña se estiró como un gatito y retiró las mantas, para dejar que su madre la abrazara y le diese el beso de buenos días.- ¿Y bien? qué estabas soñando? Veo que te has levantado de buen humor.- Y, con una sonrisa en la cara, la pequeña se lo contó. Le contó cómo, todas las noches en las que le acechaban los monstruos más terribles y los malos salían del armario y bajo la cama para acabar con ella... ¡su héroe llegaba de mil y una formas distintas, ya fueran cómicas o solemnes, para salvarla de toda adversidad! Cuando abrazó a su madre, feliz ya desde la mañana, pudo verlo, apoyado en el dintel de la puerta y con su media sonrisa colgando de la boca como siempre. Porque ella sabía que, aunque creciera y se hiciera mayor, su padre siempre sería su héroe, siempre acabaría salvándole de sus pesadillas. Los dos lo sabían. Y eso le hacía feliz.
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