viernes, 1 de junio de 2012

Don Juan Triunfante



Para Marta

Sonrió. Era una sonrisa muy triste, cargada de soledad y pequeños matices de dolor y rabia. Todos los días lo mismo. Estaba harta.Sacó su gastado Stradivarius, su mayor reliquia y su fiel y único compañero, y comenzó a tocar cerrando los ojos. La gente pasaba delante suyo, pero no oía el sonido de las monedas impactando contra la funda de su violín. Tampoco la importó demasiado.Todos los días tocaba la misma canción, tan triste que se te desgarraba poco a poco el alma. Nunca aprendió a tocar ninguna otra pieza.Sabía que esa iba a ser su última actuación. Pequeñas lágrimas florecieron de sus cansados ojos, pero no hizo nada por detenerlas. Era su manera de decir adiós a toda esa vida cargada de tristeza, soledad e impotencia.
Lloró por su vida, por sus sueños sin cumplir, por su difunta familia y por su violín. No tenía ninguna otra cosa por la que llorar. Al final del día, recogió el poco dinero que había obtenido y se dirigió al muelle de la ciudad, lugar que frecuentaba todos los días cuando acaba de actuar. Se sentó y se abrazó las rodillas mientras rompía a llorar. Su sueño había sido poder tocar en París, que el público aplaudiera, y sintiese las lágrimas correr por sus mejillas de pura felicidad.
Pero aquello donde estaba era lo más distinto que podía imaginar. No quería seguir así. Simplemente, no podía. Así que, con calma, dejó el dinero recaudado en el suelo, y posteriormente el violín después de haberlo abrazado por última vez. Miró a la ciudad, al cielo, al mar, a todo lo que pudo.Y se tiró. Sin miedo, sin remordimientos, sin mirar atrás.Lo único que oyó antes de que su cuerpo impactara dolorosamente contra las bravas olas del mar fue la melodía que tantas veces interpretó: Réquiem por unos sueños rotos. 


El cuerpo se hundió lentamente en el agua. El impacto la había aturdido. 

Las gotas de agua empezaron a impactar en la superficie líquida, como un último lamento a aquella que sin haber sido nunca recompensada por su talento, vagaba cada día por allí y le regalaba unas notas al mundo. Aquella que ya no podía más. Aquella que, presa en la desesperación, había decidido acabar por su vida. 
Pero, sin embargo, aún había alguien que no estaba de acuerdo.
Alguien que no iba a permitir que eso ocurriera. El hombre bajó del coche negro en el sitio donde la chica había caído. Su violín y su dinero aún se encontraban allí, y cuando el desconocido embozado los reconoció, pateó las monedas, pero sin embargo, recogió el violin con sumo cuidado y se lo dio a otro hombre que le había seguido fuera del coche y que le estaba abriendo un paraguas.- No te molestes, John. No va a servir de nada.- Dijo el primero, quitándose la gabardina y la americana quedándose en camisa, una camisa negra como la más negra noche, al tiempo que salía del paraguas y alzaba los brazos al cielo soltando una carcajada.
- ¿No te parece, John, que es una noche magnífica para revivir aquello que ya está muerto?- Un trueno respondió a su macabra pregunta, y, tras darse la vuelta y sonreír a su ayudante, y para sorpresa de este, se dejó caer al mar, donde buceó en las oscuras aguas en linea recta, en busca del cuerpo que había caído minutos antes.
El hombre era un buen nadador y estaba en buena forma física, pero las frías aguas no tenían piedad. Se hundió más y más en la oscuridad, guardando su aire como un experto buceador, avanzando a tientas, hasta que su mano palpó algo. El frío había entumecido sus sentidos pero sin embargo, lo reconoció. Era una vieja y ajada zapatilla siguió tocando, y la pierna que encontró después le devolvió un tacto viscoso y muerto.

Sin siquiera comprobar si vivía o no, el hombre tiró de la chica. Tenía que servir para su propósito. Tenía que sobrevivir.  Cuando por fin la tuvo sujeta por los hombros, inconsciente, probablemente con hipotermia, no se lo pensó dos veces, y juntó todo el aire que le quedaba en la boca para dárselo a ella mediante un beso de vida. Sin detenerse a pensar, de una potente patada se impulsó hacia la superficie. En las frías aguas del océano, si te detienes a pensar un solo minuto estás muerto. Finalmente, casi sin sensibilidad, llegó a la superficie. Miró a su ayudante, el cual se encontraba ya al borde del agua y con una escala preparada para ayudarle a salir. La operación concluyó en unos instantes, y, junto con el violín, la joven fue arrebatada de las garras del mar. 

Cuando recuperó la consciencia, aún con los ojos cerrados, lo primero que oyó fue el golpeteo de la lluvia contra un cristal. Un sonido que había oído demasiadas veces en su infancia. ¿Dónde estaba? Sería aquello el cielo?¿O acaso estaría en... no. No era posible que estuviera en el infierno. No se le ocurría un infierno que oliera tan bien como aquel lugar. Y ese sonido... ¿acaso estaba frente a una chimenea? No pudo evitarlo y abrió los ojos del todo. La hoguera crepitaba a un par de metros escasos, y, cuando se situó un poco más, pudo vislumbrar algo más de la habitación. La alfombra mullida sobre la que se encontraba, la lámpara que se encontraba apagada, y el sillón que había a su lado. Había alguien sentado en él, pero no podía verle la cara. También tenía una manta sobre su cuerpo, pero aquellas piernas eran de caballero. Lo había aprendido demasiado bien en la calle. Una mujer más bien mayor entró a la estancia llevando una bandeja con unas cuantas magdalenas- Eso era lo que desprendía aquél olor- y un par de tazas de café humeantes.- Coja, por favor, no se vuelva a enfriar. No querrá enfermar de verdad, eh?- le dijo con un guiño y le hizo coger un par de magdalenas y una taza de café, que resultó ser chocolate caliente, para luego ofrecerle al caballero, que tomó la taza.
- Perdone...- balbuceó ella- ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Es el cielo acaso? ¿Es usted...- El hombre la cortó, con una voz firme y bien modulada. Una voz de cantante.- Está usted en mi casa, señorita, o al menos en una pequeña morada que me puedo permitir aquí. Anoche creo que debió dar un traspiés y tener un encontronazo con el agua. Tranquila, está a salvo.- Ella intentó levantarse, pero le fallaron las piernas.- No... No puedo... no quiero estar...- Las carcajadas del hombre, que por la voz tendría unos cincuenta años, resonaron en la estancia.- ¡Mi pequeña Christine Daaé del violín no quería estar en este mundo! ¿Sabe, joven? No soy un hombre afortunado, ni siquiera puedo decir que sea un hombre feliz. Intente levantarse y acérquese a la ventana.- A duras penas, ella consiguió ponerse en pie y, apoyándose en la cabecera del sillón, llegó hasta la ventana. Allí estaba. Por fin sabía dónde se encontraba.
 Podía ver la calle desde allí, una calle que ella conocía demasiado bien. La calle donde ella solía tocar. Se encontraba en el viejo edificio de pisos.- ¿Lo ve, señorita? Día tras día, la observaba. Observaba cómo llegaba, cómo tocaba intentando ignorar a la gente, pero a la vez intentando complacerles. Cómo empeñaba su arte frente a esos seres que no logran comprenderlo. Sin embargo, mi joven amiga, yo reconozco su arte. Y no solo yo. Mire en el alféizar.- La fotografía de una joven rubia muy guapa estaba rodeada por un marco dorado.- Ella era mi mujer. Su pieza favorita, era el réquiem que toca cada día en su plaza. Me decía que le recordaba a su padre fallecido. Y sin embargo, un día, a ella le llegó la hora.
Ella miró al sillón y a su desconocido anfitrión, ignorando a dónde quería llegar..- Todos los días, a las cuatro y media de la tarde, abro la ventana para revivir, por unos momentos, esa pieza que mi mujer llegó a admirar. Esas notas cuyo sonido era capaz de transportarme a épocas lejanas en las que yo aún era feliz. Todos y cada uno de nosotros, mademoiselle, necesitamos encontrar nuestro lugar en la vida. Y creo que yo puedo dárselo. Le enseñaré a jugar con las notas. A charlar con los pentagramas, y a tratar a los sostenidos como si fueran viejos amigos. Sin embargo, señorita, no voy a hacerlo gratis. Todos los días, a las cuatro y media, usted interpretará esa pieza, única y exclusivamente para mí.- Se puso en pie, y ella vio cómo una máscara cubría su rostro, dejando a la vista unos mechones castaños que aún decoraban su cráneo.- Y, un día, volveré a la Opera Garnier. ¡Volveré, y les demostraré que no pueden tomar a broma a Erik y a su Don Juan Triunfante!- El bramido de aquél hombre, con sus aterradores tintes de bestialidad, la hizo apoyarse en el alféizar. Y sin embargo, otra parte de ella, lo sabía. Ya nunca más estaría sola, nunca más pasaría hambre por culpa del frío y hostil invierno. Sabía que nunca volvería a sentir las gotas golpeando en su cara. Por fin ella, y su viejo violín, habían encontrado un destinatario para sus canciones. Nunca volvería a estar sola.  

Los aplausos cubrieron el patio de butacas de la Opera Garnier, en París, mientras la joven violinista saludaba con gracia. Todos murmuraban entre sí. La artista, con un talento sin igual, había salido prácticamente de la nada apenas un año atrás, y había ido escalando puestos hasta conseguir llenar el aforo del teatro. 
La joven, que parecía tocar poniendo su alma en ello, saludó una vez más, y todos volvieron a aplaudir clamorosamente. Aquella pieza, su pieza, el Requiem que la había acompañado desde aquellas frías y tristes calles del oeste, por fin la había llevado a lo más alto. Al estrellato. Y, sonriendo, pareció perder la vista en el horizonte, saludando a algo, o a alguien.  
Sin embargo, ella no estaba perdida. Sabía que, en algún lugar del teatro, tal vez en el palco 5 que ella había reservado especialmente para él, alguien, que había existido casi dos siglos atrás y que había vuelto del mundo de los muertos para llevarla a lo más alto, estaba viéndola con sus ojos como brasas. Y sonrió. 
Ese era el momento, pensó. Su momento.  Y, tal vez, si él estaba allí, por fin recibiría su pago. El presentador se subió al escenario, tomando el micrófono.- Y ahora, damas y caballeros, sin incluirlo en el programa y como actuación sorpresa, me gustaría que diesen un fuerte aplauso a una nueva pieza que ha llegado a nuestra ópera y que he de reconocer que les sorprenderá. Con todos ustedes... Don Juan Triunfante.- Entre bambalinas, ella sonrió. Era su ópera, la ópera que él había compuesto. Era su gran lanzamiento al estrellato.  

Y empezó la función.

 Firmado: F. de la O.

No hay comentarios:

Publicar un comentario